Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel
Diciembre / 2008
Quevir es un amigo de mi juventud, fuimos compañeros de secundaria, nos llevábamos mucho, fuimos compañeros de juegos y travesuras, como decíamos entonces: "verdaderos cuatachos".
Entramos a la preparatoria y, por estar en bachilleratos diferentes, dejamos de frecuentarnos, aunque si nos veíamos con cierta regularidad. Pasaron los años, los dos ingresamos a la UNAM, él fue para la Facultas de Filosofía y Letras y yo para la Escuela Nacional de Ingenieros, ambas de la UNAM. Esta situación hizo, por razón natural, que nuestros encuentros fueran menos frecuentes, pero la amistad no disminuyo, yo siento que más bien maduró.
Terminamos la carrera más o menos a la par, yo me casé, entré a trabajar a la SRH y me fui al norte. Dejamos de vernos por varios años, supe que se había dedicado al periodismo. Así pasaron varios años, regresé a la ciudad de México, pero ya no sabía de él. Un día casualmente nos encontramos en una reunión en el Colegio de Ingenieros Civiles. Obviamente nos dio mucho gusto encontrarnos, él estaba ahí porque estaba escribiendo sobre los colegios de los profesionistas. Platicamos en buen "ratote" largo y tendido, como resultado de ello retomamos la vieja amistad, y aunque cada quien en lo suyo, de ahí para adelante hemos mantenido una estrecha relación, a distancia pero siempre hemos mantenido una buena y sincera amistad. Aunque por razones obvias nuestros encuentros físicos ya no se dan, sí, con el advenimiento del Internet, mantenemos un estrecho contacto.
El padre de Quevir fue un emigrado ruso, su nombre era Quevir Roquedal, nombre el cual heredó mi amigo. A principios del siglo pasado llegó a los Estados Unidos, en donde estuvo realmente poco tiempo, y de ahí se trasladó a México, viviendo algún tiempo en el norte, en donde casó un mujer neolonesa de nombre Adelina González (madre de Quevir). Un corto tiempo después se trasladaron a la ciudad de México, en donde echaron raíces y donde nació mi amigo Quevir en 1928.
Quevir tuvo una hermana llamada Rosalinda, pero desgraciadamente murió siendo niña de una fuerte tifoidea (en ese entonces la tifoidea era mortal, varios compañeros de primaria murieron a causa de esa que fue una terrible enfermedad).
Aunque vivimos distantes, nuestro contacto se ha mantenido con regularidad, y ahora, con estas herramientas que nos brinda la tecnología actual, como son el internet con todas sus modalidades, de hecho es muy frecuente. Quizás por la edad en que nos conocimos, los años en que nuestra amistad se ha conservado, a pesar de los periodos intermitentes en que nos perdimos de vista, y ahora la maduración de la vejez, el caso es que hemos fincado una cercana amistad, somos ahora nuestro mutuo paño de lágrimas.
A Quevir, ahora de 82 años de edad, le tengo, como se lo digo, envidia pero de la buena o sana, y, aunque suene raro pero así es, pues es un traga años, no tanto en lo físico, sino en actitud, parece como si apenas rebasara los 60 años. Todavía le sobran energías para andar de un lado para otro. Que bueno, ojalá Dios le brinde esa condición por muchos años más. Condición que no hurta, sino hereda, ya que su padre, quien murió a los 97 años, gozó, hasta su muerte, de una vitalidad verdaderamente admirable.
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